¿Sabes cuántas veces nos quitamos importancia, subestimamos nuestro poder y pensamos que da igual lo que hagamos porque, total, no va a marcar una gran diferencia?
El otro día una amiga se estaba quejando de la poca consciencia que le pone su pareja a la educación de sus hijos. De que les promete cosas que después no cumple, de que les da lo que piden con tal de que le dejen tranquilo, de que les dice que no griten pero después él sí les grita a ellos…
Y me decía que, cuando pasan esas cosas, pierde las ganas de esforzarse por ser disciplinada y consecuente en la manera en la que ella les trata y les educa. “Total, si él pasa de todo, ¿de qué va a servir mi esfuerzo?”.
Después de hablar con ella (y recordarle que por supuesto que merece la pena su esfuerzo) me quedé pensando en la cantidad de veces que yo también he subestimado mi poder y me he rendido, incluso antes de empezar. En todas las veces que he pensado eso de “total, ¿para qué me voy a esforzar yo? Si no va a cambiar nada”.
Recuerdo una vez, hace un par de años, estando de vacaciones (aquellas en las que me fui sola y después te lo conté aquí), que vi a un padre gritar y levantar en volandas a su hija, una niña de unos doce años, agarrándola del cuello. Se me encogió el corazón y me quedé paralizada. Quise decirle algo, pero no me atreví, y pensé “total, ¿para qué? Si cuando yo me vaya podrá seguir haciendo lo que quiera con ella”.
Me quedé días dándole vueltas y me sentí fatal por no haber hecho nada. Me arrepentí muchísimo de ni siquiera haberlo intentado, de haber subestimado mi poder.
Y lo veo también en mis coachees y en muchas de las cosas que les pasan:
Alguien que se da cuenta de que en su trabajo haría falta hacer algo diferente para motivar y cohesionar más a sus compañeros, pero ni se atreve a comentarlo con su jefe “total, ¿para qué? Si aquí no va a cambiar nada”.
Alguien que no se lleva bien con sus suegros y si ve una oportunidad de decirles lo que le molesta o de acercar posturas piensa que no merece la pena ni intentarlo, “total, ¿para qué? Si ni siquiera me lo van a agradecer”.
Alguien que quiere perder peso y cuando lleva tres días cenando verdura con pavo piensa que porque hoy se tome unas cañas no pasa nada.
Alguien que piensa que un amigo está teniendo un comportamiento injusto y deshonesto con su pareja, pero no quiere decirle nada para no meterse en problemas. “Total, ¿para qué? Si nadie más se lo está diciendo, ¿por qué tengo que hacerlo yo?”.
Pues para sentir que tú haces algo. ¡Para sentir que tú contribuyes! ¡Para sentir que tú te esfuerzas! ¡Para sentir que tú lo has intentado!
Y eso, aunque no sirviera para cambiar nada ahí afuera, ya te estaría sirviendo de mucho a ti.
¿O gustarte en tu actitud y quedarte satisfecha con tu comportamiento no es motivo más que suficiente para elegir hacer algo? Pues sí, lo es.
Por ejemplo, con ese padre, aunque solo hubiera servido para que esa niña se sintiera comprendida y para que yo me hubiera quedado más tranquila conmigo misma, ya habría servido de algo.
Fíjate lo que pasa cuando minusvaloramos el poder de nuestras decisiones y pensamos que “total, para qué?”, mira este cuento:
POR UNA JARRA DE VINO
Había una vez un monarca de un pequeño país: el principado de Uvilandia. Su reino estaba lleno de viñedos y todos sus súbditos se dedicaban a la fabricación de vino. Con la exportación a otros países, las 15.000 familias que habitaban Uvilandia ganaban suficiente dinero como para vivir bastante bien, pagar los impuestos y darse algunos lujos.
Hacía ya varios años que el rey estudiaba las finanzas del reino. El monarca era justo y comprensivo, y no le gustaba la sensación de meterle la mano en los bolsillos a los habitantes de Uvilandia. Ponía gran énfasis, entonces, en estudiar alguna posibilidad de rebajar los impuestos.
Hasta que un día tuvo la gran idea. El rey decidió abolir los impuestos. Como única contribución para solventar los gastos del estado, el rey pediría a cada uno de sus súbditos que una vez por año, en la época en que se envasaran los vinos, se acercaran a los jardines del palacio con una jarra de un litro del mejor de su cosecha. Lo vaciarían en un gran tonel que se construiría para entonces, para ese fin y en esa fecha. De la venta de esos 15.000 litros de vino se obtendría el dinero necesario para el presupuesto de la corona, los gastos de salud y de educación del pueblo.
La noticia fue desparramada por el reino en bandos y pegada en carteles en las principales calles de las ciudades. La alegría de la gente fue indescriptible. En todas las casas se alabó al rey y se cantaron canciones en su honor. En cada taberna se levantaron las copas y se brindó por la salud y la prolongada vida del buen rey.
Y llegó el día de la contribución. Toda esa semana en los barrios y en los mercados, en las plazas y en las iglesias, los habitantes se recordaban y recomendaban unos a otros no faltar a la cita. La conciencia cívica era la justa retribución al gesto del soberano.
Desde temprano, empezaron a llegar de todo el reino las familias enteras de los viñateros con su jarra, en la mano del jefe de familia. Uno por uno subía la larga escalera hasta el tope del enorme tonel real, vaciaba su jarra y bajaba por otra escalera al pie de la cual, el tesorero del reino colocaba en la solapa de cada campesino, un escudo con el sello del rey.
A media tarde, cuando el último de los campesinos vació su jarra, se supo que nadie había faltado. El enorme barril de 15.000 litros estaba lleno. Del primero al último de los súbditos habían pasado a tiempo por los jardines y vaciado sus jarras en el tonel.
El rey estaba orgulloso y satisfecho; y al caer el sol, cuando el pueblo se reunió en la plaza frente al palacio, el monarca salió a su balcón aclamado por su gente. Todos estaban felices.
En una hermosa copa de cristal, herencia de sus ancestros, el rey mandó a buscar una muestra del vino recogido. Con la copa en camino, el soberano les habló y les dijo:
—Maravilloso pueblo de Uvilandia: tal como lo imaginé, todos los habitantes del reino han estado hoy en el palacio. Quiero compartir con ustedes la alegría de la corona, por confirmar que la lealtad del pueblo con su rey, es igual que la lealtad del rey con su pueblo. Y no se me ocurre mejor homenaje que brindar por ustedes con la primera copa de este vino, que será sin dudas un néctar de dioses, la suma de las mejores uvas del mundo, elaboradas por las mejores manos del mundo y regadas con el mayor bien del reino, el amor del pueblo.Todos lloraban y vitoreaban al rey. Uno de los sirvientes acercó la copa al rey y éste la levantó para brindar por el pueblo que aplaudía eufórico… pero la sorpresa detuvo su mano en el aire, el rey notó al levantar el vaso que el líquido era transparente e incoloro; lentamente lo acercó a su nariz, entrenada para oler los mejores vinos, y confirmó que no tenía olor ninguno. Catador como era, llevó la copa a su boca casi automáticamente y bebió un sorbo. ¡El vino no tenía gusto a vino, ni a ninguna otra cosa…!
El rey mandó a buscar una segunda copa del vino del tonel, y luego otra y por último a tomar una muestra desde el borde superior. Pero no hubo caso, todo era igual: inodoro, incoloro e insípido.
Fueron llamados con urgencia los alquimistas del reino para analizar la composición del vino. La conclusión fue unánime: el tonel estaba lleno de AGUA, purísima agua y cien por cien agua.
Enseguida el monarca mandó reunir a todos los sabios y magos del reino, para que buscaran con urgencia una explicación para este misterio. ¿Qué conjuro, reacción química o hechizo había sucedido para que esa mezcla de vinos se transformara en agua…? El más anciano de sus ministros de gobierno se acercó y le dijo al oído:
—¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia? Nada de eso, muchacho, nada de eso. Vuestros súbditos son humanos, majestad, eso es todo.
—No entiendo –dijo el rey.
—Tomemos por caso a Juan. Juan tiene un enorme viñedo que abarca desde el monte hasta el río. Las uvas que cosecha son de las mejores cepas del reino y su vino es el primero en venderse y al mejor precio. Esta mañana, cuando se preparaba con su familia para bajar al pueblo, una idea le pasó por la cabeza… ¿Y si yo pusiera agua en lugar de vino, quién podría notar la diferencia?
Una sola jarra de agua en 15.000 litros de vino… nadie notaría la diferencia ¡Nadie! Y nadie lo hubiera notado, salvo por un detalle, muchacho, salvo por un detalle:
¡TODOS PENSARON LO MISMO!
Jorge Bucay
Piénsalo. Piensa una situación en la que hayas pasado, escurrido el bulto o pensado que tú sola no ibas a cambiar nada. Si todos pensamos lo mismo, ¡entonces será cuando nada cambie!
¿Qué te viene a la cabeza? Seguro que encuentras alguna situación, grande o pequeña, en la que pensaste “¿para qué?” y ahora puedes darte cuenta de que minusvaloraste tu poder y tu capacidad de influencia en lo que fuera a pasar. Si te apetece puedes compartirla conmigo en los comentarios aquí debajo, me encantará leerte :-).
Hola Vanessa, me da gusto saludarte nuevamente desde México, es totalmente cierto el poder que tienen las acciones particulares para cambiar la realidad y que lamentablemente en muchas ocasiones desvalorizamos por falta de resultados inmediatos o cortoplacistas. La conciencia social o colectiva es el producto de cada una de nuestras acciones y eso es en muchas ocasiones la respuesta a los problemas que nos aquejan. No quiero pasar por alto mi agradecimiento por todas las contribuciones que realizas y que me han dado guía en diversos momentos de mi vida desde que formo parte de tu comunidad, esto sin duda me hace reflexionar personalmente y renovar la fuerza que necesito para continuar el trabajo para concretar mis metas y luchar por los ideales que me permitirán aportar algo a mi entorno, de nuevo mil gracias, sigo pendiente de tus posts…
Muchas gracias, Tulio. Sí, el resultado de todos juntos es la suma individual, en los entornos más pequeños y también en los más grandes que compartimos y creamos cada día.
Me alegro de que disfrutes aquí, espero que sea así por mucho tiempo :-).
Un abrazo,
Vanessa
Muchas veces nos ocurre, seguro que a todos! En mi caso, y no soy precisamente de las que se callan y también a veces lo he hecho y después arrepentido. Pero este post, que me ha encantado -tanto tu reflexión como el cuento del gran Bucay- lo recordaré y en la próxima vez que me ocurra, prometo no callarme… cuánto bien se puede hacer con pequeños actos!! Aunque, como muy bien dices, solo sea para mostrar comprensión a alguien.
Gracias Bella
Qué bonito lo resumes, Susana. Muchas gracias por tu aportación :-).
Un abrazo grande,
Vanessa